domingo, 4 de marzo de 2012

DIANA Y ACTEÓN

Acteón era hijo del dios cazador Aristeo y de Autónoe. El sabio centauro lo educó e hizo de él un vigoroso cazador. En una jornada de caza, al medio día, convocó Acteón a sus camaradas y les dijo: "La jornada nos ha dado suficiente botín; descansemos un rato a la sombra". A poca distancia, había un valle poblado de abetos, y oculta en el valle, se habría una gruta rodeada de árboles. Era allí donde Artemis,fatigada por la caza acudía a bañarse. Se hallaba en la gruta, rodeada de las ninfas, sus criadas. Las doncellas llenaban de agua las ánforas para rociar con ella a su señora.
En tanto que la diosa se recreaba en su acostumbrado baño, Acteón se aproxima con paso despreocupado: Un destino fatal le guiaba por el bosque sagrado a la gruta de Artemis. Al ver las ninfas aquel hombre, se apiñaron gritando en torno a su señora con el fin de cubrirla con sus cuerpos, pero la diosa la sobrepasaba en toda la altura de la cabeza: El rostro abrasado por la ira y el pudor, clavó la mirada en el intruso, el cual permanecía sorprendido y deslumbrado ante tal maravillosa aparición.¡Desgraciado! La diosa se inclinó a un lado, roció la cara y el cabello del jóven al tiempo que exclamaba con amenazadora voz: ¡Ve y cuenta, si puedes, a los humanos lo que has visto!.
El jóven salió huyendo. El desventurado, no sabía que una cornamenta brotaba de su cráneo, el cuello se le alargaba, las orejas se le afilaban, los brazos se le convertían en patas, en pezuñas las manos. Cubríale ya los miembros una piel abigarrada; no era humano, la diosa lo había transformado en ciervo. En el curso de su vida, vió su imagen en el cristal del agua: Quiso gritar, pero su boca permaneció muda, ni una palabra salió del gimiente pecho.
Sólo le quedaban el corazón y la antigua inteligencia. Mientras luchaban así en él el temor y la vergüenza, le avistaron sus perros. De repente, toda la jauría se lanzó contra el falso ciervo. En aquel momento, llegaron sus compañeros, atraídos por el estrépito de los perros, y con el grito habitual empezaron a cruzar la furiosa jauría a tiempo que llamaban a su señor, a quien creían lejos del sitio.
Después de aquel horrible fin de Acteón, sus perros hecharon de menos a su amo; andubieron buscándolo por todas partes. Éste había modelado con bronce una estatua del desventurado mozo y al descrubrirla se lanzaron sobre el metal y le lamieron manos y pies, mostrando tanta alegría como si verdaderamente le hubiesen dado con su verdadero señor.

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